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Entre todos los efectos que produce una marca sobre el concepto al que se adhiere, el más interesante de todos es aquél que concluye en condensar su prestigio, de tal manera que el consumidor de un producto  o el usuario de un servicio asocian en su mente un logotipo o una denominación con un mayor o menor grado de notoriedad, que no necesariamente ha de coincidir con una mayor o menor  calidad en el referido producto o servicio.

Esa calidad no va en absoluto ligada a la calidad artística de un determinado logotipo- piénsese en la primera marca del mundo en este presente año 2015, Apple, que no es sino una manzana mordida, y que no se destaca precisamente por su mérito estético-, sino por el esfuerzo técnico, profesional y un equipo humano y económico, además de los términos de inversión y publicidad. Esa técnica, ese volumen económico y ese esfuerzo personal de los profesionales que se aglutinan detrás de una marca, son los que efectivamente le atribuyen prestigio y un reconocimiento social que sirve en un futuro de efecto disuasorio o motivador en la compra del producto o servicio.

Esa función tan primordial en todo signo distintivo de la condensación del prestigio, ya de por si claro en cualquier marca, se acentúa enormemente cuando el objeto al que se adhiere no es un bien material o un servicio concreto, sino una unidad histórica y empresarial compleja, como es una nación.

Lo cierto y verdad es que existe una percepción aproximadamente similar para el ciudadano medio de las características de un determinado país, así como de sus cualidades humanas y empresariales. Pongamos varios ejemplos: Alemania, es decir tecnología punta; ¿quién no asocia lo suizo con la fiabilidad y la seguridad?; ¿Cómo han conseguido los italianos aparecer en el mundo como los mejores aceiteros del olivo, cuando en la mayoría de los casos se limitan a envasar producto que se origina en nuestra tierra?; ¿ Por qué decir Francia es asimilar dicho concepto al glamour?; ¿Por qué la mayoría de los ciudadanos no especialmente cinéfilos y amantes de lo comercial solo destinan su tiempo a disfrutar del cine norteamericano?;  ¿ Por qué nos merece tanta garantía un servicio técnico si viene de Japón o de Corea?. Y negativamente: ¿Por qué consideramos que los productos que vienen de China son aparentemente muy similares a los de otros países en términos de imitación, pero en una calidad inferior? ¿Por qué los productos tecnológicos que viene de Sudamérica no nos merecen la misma consideración en términos de calidad que los europeos?

A los que amamos a esta nuestra querida nación y somos especialistas en signos distintivos, nos duele comprobar cómo la marca “España” no goza en el extranjero de la consideración que la calidad humana, nuestras cualidades, la maravillosa historia de una de las naciones más antiguas y ricas culturalmente del mundo, exigirían.

En este caso, consideración y, calidad, así como realidad, no van de la mano. Sólo en Estados Unidos, teóricamente el país que mueve la economía mundial, hablan español más de 40 de los 500 millones de hispanoparlantes de la Tierra, hasta el punto de que tras el inglés, es el segundo idioma en internet, y ya sabemos lo que internet supone a efectos de conocimiento, información y, en consecuencia, avance técnico a nivel mundial.

Y es que tanto la historia milenaria de nuestra nación como su posición geográfica, deberían hacernos concluir en que la marca “España” habría de  ubicarse en unos cánones de calidad excepcionales: somos unos de los cinco grandes de Europa; la puerta del Mediterráneo al Atlántico; la aglutinadora del respeto de todo un continente en continuo crecimiento como América por motivos histórico-fraternales, desde Florida hasta Tierra de Fuego; la puerta de Europa al Magreb y al Contiene Negro, y uno de los miembros permanentes del G-20 a nivel mundial, lo que significa que al menos somos escuchados en todos los temas relevantes que se debaten en el planeta.

Sin embargo, es difícil que en Europa nos podamos quitar ese “traje”  de cierta barbarie que nos atribuye nuestra fiesta nacional, cuando lo cierto es que deberíamos vender nuestros mayores tesoros: la luz, la alegría, la vitalidad, la excelente gastronomía, el optimismo… no en vano, somos el país con el mejor turismo del mundo.

El actual gobierno español se ha manifestado siempre en pro de ayudar a las empresas del país que exportan, que por otro la do, y como no podía ser menos, son la que gozan de mejor salud en la nación, porque no se han visto arrastradas por nuestra crisis interna. Efectivamente, ese intento por mejorar la imagen de la marca “España” ha llevado al gobierno de nuestra nación a la creación por medio del RD 998/2012 de 28 de junio, del Alto Comisionado para la Marca España.  Como principal objetivo, dicho Organismo tiene la misión de impulsar y gestionar adecuadamente a los organismos públicos y al empresario privado para la promoción de la imagen de España. Actualmente y con la categoría de Secretario de Estado, D. Carlos Espinosa de los Monteros, es nuestro Alto Comisionado, realizando una labor excepcional en la mejora de la condición prestigiosa de los productos y los servicios que nacen de España.

Y no nos engañemos, a día de hoy, lo cierto y verdad es que más de 0,1 millones de americanos trabajan en empresas españolas en territorio estadounidense; los brasileños, el país más emergente del mundo, junto a China, ha decidido que el español será el segundo idioma de sus niños, más de 15 millones; en 2050, más del 20% de los humanos hablarán español; internet tiene cada vez más predicamento sobre nuestro idioma; nos visitaron el año pasado 75 millones de turistas; somos el país de la Unión Europea que más crecerá este año según el Banco Central Europeo; las expectativas de bajada de paro son muy llamativas….

Todo ello redundará en la marca “España”  y en su prestigio.  De todos nosotros depende, con nuestro esfuerzo y nuestro trabajo, que los foráneos compren cada vez más el producto “España”. No es una labor sólo del gobierno sino del primero al último de los españoles.

El futuro de nuestra marca es esplendoroso. ¿Lo estropeamos nosotros mismos, como tantas veces en nuestra larga historia? Confiemos en que hayamos aprendido de errores pasados.

RAFAEL JIMÉNEZ DÍAZ, Abogado

Agentes de la Propiedad Industrial

Socio de FERNANDEZ-PALACIOS ABOGADOS